lunes, 7 de noviembre de 2011

Procession


Dejar el tabaco. Dejar de tomar un poco de alcohol. Dejar las grasas. Dejar de correr porque las rodillas están demasiado gastadas. Dejar de amar porque el corazón conoce ya demasiados trucos. Dejarlo todo. Dejar la vida. Sería bueno que alguien nos dijera cuando es necesario dejar la vida para no seguir haciéndonos daño…

Sería bueno saber callar también a tiempo, aprender a que las cosas resbalen por nosotros como la lluvia sobre nuestros impermeables amarillos y negro salamandra. Brillosos, lustrosos, manteniéndonos a salvo de la tormenta, sin frío en el cuerpo al menos.

Siempre terminan así las historias: Yo en la noche de un domingo que se va. Yo frente a las letras y con la soledad de nuevo a cuestas, yo con la taza del café en las manos curando con el yodo del atardecer las heridas del alma, esas que no me alcanzo a lamer. La historia siempre es larga y confusa, y siempre la historia que termina demasiado pronto para que ninguno de los dos pudiésemos asirnos de nada. Y sentimos como nos hundimos y esto que dentro vivía, irremediablemente se asfixia.

De nuevo la noche difícil, de nuevo este vacío en el centro del cuerpo que es como si nuestro corazón fuera postre de los infortunios al que la maldición de siempre, le ha arrancado una buena cucharada.

De nuevo el amanecer vacío con esta ciudad que de nuevo queda hueca con esos lugares que sangran en nuestra memoria… Sin parar. De nuevo este día que vendrá para herirnos en lo profundo. De nuevo despertar mañana para inventarnos un sueño, para que el infinito no nos haga llorar.

Dejar el día y dejar la noche. Dejar con el nudo en la garganta (este maldito nudo en la garganta) que mis pasos me lleven lejos. Dejar que mis ojos lluevan en las arrugas de mis manos y ver si así algo brota de su aridez, porque mis manos no echan raíces en ninguna carne, porque como una extraña premonición, ambos sabíamos que no habría una segunda vez.

Dejarlo todo. Dejar… Dejar… Ahora todo se queda oscuro y frío y los muertos regresan. Los muertos que nunca nos dejan, que nos persiguen toda la vida, que andan tras de nosotros y los perros, solo los perros, pueden verlos como una procesión a nuestras espaldas mientras andamos por la vida… Entonces recuerdo porque siempre me ladran los perros…

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